Un diario local de Miami publicó,
hace un tiempo, un artículo que me produjo una sensación de mucha pena. Mucha
pena por la autora y por algunos lectores que comentaron apoyando
sus postulados.
Todos hemos venido a los
Estados Unidos de América buscando una mejoría económica y también derechos que nos
son negados en nuestros países, por el ejemplo los derechos de libre
pensamiento y expresión. Reconozco el derecho de la columnista a expresar su
opinión y sentir personal, pero igual deseo poder expresar mi propio punto de
vista y de ese modo un poco vindicar a muchísimos cubanos, de Cuba y de la
diáspora, que han sido etiquetados con adjetivos que creo injustos. El artículo
en cuestión se titula: “Malagradecidos”.
En este se pinta a
un pueblo cubano colmado de “parásitos”, gente sin moral ni sentimientos. Nos
describe como personas movidas únicamente por la ambición material desmedida. Jóvenes
dispuestos a vender su alma al diablo con tal de obtener la deseada “pacotilla”
con etiqueta “Made in USA”. Nos presenta a un cubano que ve a su familia en el
extranjero como manantial inagotable de dólares, en el que pueden saciar su sed
de consumo.
No pongo en duda
que hay mucha gente así en Cuba, también los hay aquí en Miami o en cualquier
otro lugar del mundo. No discuto que la familia de la columnista siga ese
patrón de comportamiento tan reprobable. Lo que no considero correcto, lo que
considero un grave error, una gran injusticia, incluso una inmadurez total, es la
generalización. No existen solo el negro y el blanco, hay todo un espectro de
colores y de ellos nace el negro y nace el blanco. No existen solo gente
desagradecida y despiadada allá, y gente amorosa y solo comparable a Madre
Teresa de Calcuta del lado de acá del estrecho.
La autora debió
usar un título más particular, más preciso, menos general. Pudo usar por
ejemplo: “Mi familia de Cuba es malagradecida”.
A mi propia familia
le tocó estar en ambas posiciones; de ambos lados del estrecho. Durante diez
largos años mi esposa y yo asistimos a la partida de casi todos nuestros
familiares. Padres, abuelos, hermanos de ambos, se fueron marchando y nosotros
nos fuimos quedando, cada vez, un poco más solos. A nuestro alrededor se
quedaron buenos amigos, primos, excelentes vecinos y ellos nos ayudaron a
sobreponernos a la soledad.
En todos esos años
no nos dedicábamos a explotar a nuestros familiares en Estados Unidos, no nos
dedicábamos a ver telenovelas color rosa e irreales, o a ver los gastados shows
de televisión que presentan los canales hispanos de acá. No pedimos relojes
caros o teléfonos celulares.
Ese tiempo lo
aprovechamos en trabajar y estudiar, en ver crecer y educar a nuestros hijos.
Nuestra meta era vivir intensamente cada día y prepararnos para ser más
competitivos, por si un día teníamos la oportunidad de reunirnos todos del lado
norte del estrecho.
Trabajamos ambos
como educadores; mi esposa, moldeando el carácter y brindando muchísimo cariño
a niños de enseñanza primaria (incluidos nuestros dos hijos); en mi caso,
formando profesionales de la ingeniería mecánica en la Universidad Central de
Las Villas. Nunca pertenecimos al partido comunista, nunca tuvimos que
“chivatear” a persona alguna para vivir y trabajar (mito muy extendido entre
algunos emigrados cubanos). Nos ganamos el respeto solo a través de nuestro
esfuerzo personal y profesionalidad.
Por supuesto que
recibimos ayuda de la familia en Estados Unidos, pero no fueron lujos o cosas
superfluas. Nos enviaron lo que quisieron, lo que pudieron. Realmente fueron
todos muy dadivosos, pero nació exclusivamente de sus corazones.
Cuando pedimos algo
fue alguna medicina para nosotros o para algún amigo y también algún capricho
de los niños, que ellos les mandaron gustosos cuando pudieron o quisieron.
Un día nos tocó
cruzar el estrecho y quedaron atrás nuestros amigos, vecinos y algunos
familiares. Por estos cuatro años, hemos mantenido la comunicación con ellos.
No podemos olvidar que compartieron nuestras penurias del alma y nos
confortaron en el dolor de la separación.
Acá vivimos de
nuestro trabajo. Somos relativamente pobres, pero no nos olvidamos ni un solo día
de los que quedaron atrás. Con todo el amor del mundo les enviamos, cuando es
posible, útiles escolares a los niños, unas medias, alguna mochila o un par de
zapatos al que lo necesite. Cuando es posible separamos cien dólares y los mandamos
para que los repartan entre ellos y aliviar, por un día, la penuria económica
en que viven. Es, más que otra cosa, una muestra de afecto de nuestra parte y
en nada compensa el afecto y apoyo desinteresado
que nos ofrecieron años atrás.
Pero mi esposa y yo
no somos excepcionales, al contrario somos seres comunes, como millones más de
cubanos que trabajan cada día en cualquier parte del mundo y que llevan en el
alma el amor por la isla y su gente.
Nuestra gente en
Cuba no se ajusta en nada a la descripción de la columnista en su artículo
“Malagradecidos”. Allá quedo, por ejemplo, una excelente amiga, enfermera, que cría a sus dos hijas con mucho
esfuerzo y que es capaz de levantarse en la madrugada a inyectar a una anciana
postrada en cama sin aceptar nada a cambio. Allá esta mi primo, un excelente
pediatra que cuando termina de consultar y dar clases, sale en su carro a
buscar dinero extra para mantener a su familia. En Cuba vive un vecino que lo
único que pidió en años fue, que por favor, le mandaran unos anzuelitos y pita
para pescar, en el rio, el pescado que comería en las tardes.
Allá tuve la
oportunidad de conocer a cientos de estudiantes, durante catorce años como
profesor universitario; muchachos que estudiaban duro y soñaban con un día
graduarse y vivir mejor. Esos muchachos no veían telenovelas y no usaban
relojes caros. Cuando podían “inventar” algo (los cubanos entendemos bien el
significado de ese termino) era para pagarse la vida en la universidad y sus
gastos personales sin afectar demasiado a sus familias. Muchachos que
posiblemente anden por acá, trabajando duro, o que hayan quedado en Cuba para
siempre, soñando con que los tiempos cambien y el viento sople a su favor
alguna vez en la vida.
Creo que parte
importante de la culpa de estos “parásitos” engendrados en algunos senos
familiares, lo tienen la gente de acá. Culpa por no hablar caro, por no decir
lo duro que hay que trabajar, lo difícil que es ganar el dinero, la cantidad de
cuentas a pagar cada mes. La culpa es de los que se dedican a visitar la isla
alardeando de su vida acomodada en “el norte”, cuando en realidad “se comen un
cable” todo el año y los viajes los hacen a “golpes” de tarjetas de crédito.
Quiero que se
entienda que no niego la veracidad de lo que escribe la columnista. No dudo que
sus familiares sean tal como los describe. Su pecado esta en generalizar. En
meter a todos en la misma bolsa. Al referirse a “los cubanos”, sugiere que es
todo el pueblo; que son todos los jóvenes los que adoptan esa actitud parasitaria
(al menos fue lo que sentí al leer el articulo y luego ver una presentación
suya en un canal televisivo local).
Reafirmo entonces que
catalogar de “parásitos” a nuestro pueblo, que sufre penurias cada día, es
sencillamente cruel a injusto.
Felitin a muchos nos toca elcorazón. Lo que aqui expones es una verdad más grande que um templo!!!!!
ResponderBorrarAl menos la gente que conocemos no son parasitos,.... los hay en todas partes, pero es injusto decir que sean la mayoria... generalizar es peligrosos, amigo....
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