miércoles, 5 de febrero de 2014

Los cubanos no somos malagradecidos.




Un diario local de Miami publicó, hace un tiempo, un artículo que me produjo una sensación de mucha pena. Mucha pena por la autora y por algunos lectores que comentaron apoyando sus postulados.

Todos hemos venido a los Estados Unidos de América buscando una mejoría económica y también derechos que nos son negados en nuestros países, por el ejemplo los derechos de libre pensamiento y expresión. Reconozco el derecho de la columnista a expresar su opinión y sentir personal, pero igual deseo poder expresar mi propio punto de vista y de ese modo un poco vindicar a muchísimos cubanos, de Cuba y de la diáspora, que han sido etiquetados con adjetivos que creo injustos. El artículo en cuestión se titula: “Malagradecidos”.

En este se pinta a un pueblo cubano colmado de “parásitos”, gente sin moral ni sentimientos. Nos describe como personas movidas únicamente por la ambición material desmedida. Jóvenes dispuestos a vender su alma al diablo con tal de obtener la deseada “pacotilla” con etiqueta “Made in USA”. Nos presenta a un cubano que ve a su familia en el extranjero como manantial inagotable de dólares, en el que pueden saciar su sed de consumo.

No pongo en duda que hay mucha gente así en Cuba, también los hay aquí en Miami o en cualquier otro lugar del mundo. No discuto que la familia de la columnista siga ese patrón de comportamiento tan reprobable. Lo que no considero correcto, lo que considero un grave error, una gran injusticia, incluso una inmadurez total, es la generalización. No existen solo el negro y el blanco, hay todo un espectro de colores y de ellos nace el negro y nace el blanco. No existen solo gente desagradecida y despiadada allá, y gente amorosa y solo comparable a Madre Teresa de Calcuta del lado de acá del estrecho.

La autora debió usar un título más particular, más preciso, menos general. Pudo usar por ejemplo: “Mi familia de Cuba es malagradecida”.

A mi propia familia le tocó estar en ambas posiciones; de ambos lados del estrecho. Durante diez largos años mi esposa y yo asistimos a la partida de casi todos nuestros familiares. Padres, abuelos, hermanos de ambos, se fueron marchando y nosotros nos fuimos quedando, cada vez, un poco más solos. A nuestro alrededor se quedaron buenos amigos, primos, excelentes vecinos y ellos nos ayudaron a sobreponernos a la soledad.

En todos esos años no nos dedicábamos a explotar a nuestros familiares en Estados Unidos, no nos dedicábamos a ver telenovelas color rosa e irreales, o a ver los gastados shows de televisión que presentan los canales hispanos de acá. No pedimos relojes caros o teléfonos celulares.

Ese tiempo lo aprovechamos en trabajar y estudiar, en ver crecer y educar a nuestros hijos. Nuestra meta era vivir intensamente cada día y prepararnos para ser más competitivos, por si un día teníamos la oportunidad de reunirnos todos del lado norte del estrecho.

Trabajamos ambos como educadores; mi esposa, moldeando el carácter y brindando muchísimo cariño a niños de enseñanza primaria (incluidos nuestros dos hijos); en mi caso, formando profesionales de la ingeniería mecánica en la Universidad Central de Las Villas. Nunca pertenecimos al partido comunista, nunca tuvimos que “chivatear” a persona alguna para vivir y trabajar (mito muy extendido entre algunos emigrados cubanos). Nos ganamos el respeto solo a través de nuestro esfuerzo personal y profesionalidad.

Por supuesto que recibimos ayuda de la familia en Estados Unidos, pero no fueron lujos o cosas superfluas. Nos enviaron lo que quisieron, lo que pudieron. Realmente fueron todos muy dadivosos, pero nació exclusivamente de sus corazones.

Cuando pedimos algo fue alguna medicina para nosotros o para algún amigo y también algún capricho de los niños, que ellos les mandaron gustosos cuando pudieron o quisieron.

Un día nos tocó cruzar el estrecho y quedaron atrás nuestros amigos, vecinos y algunos familiares. Por estos cuatro años, hemos mantenido la comunicación con ellos. No podemos olvidar que compartieron nuestras penurias del alma y nos confortaron en el dolor de la separación.

Acá vivimos de nuestro trabajo. Somos relativamente pobres, pero no nos olvidamos ni un solo día de los que quedaron atrás. Con todo el amor del mundo les enviamos, cuando es posible, útiles escolares a los niños, unas medias, alguna mochila o un par de zapatos al que lo necesite. Cuando es posible separamos cien dólares y los mandamos para que los repartan entre ellos y aliviar, por un día, la penuria económica en que viven. Es, más que otra cosa, una muestra de afecto de nuestra parte y en nada compensa el afecto  y apoyo desinteresado que nos ofrecieron años atrás.

Pero mi esposa y yo no somos excepcionales, al contrario somos seres comunes, como millones más de cubanos que trabajan cada día en cualquier parte del mundo y que llevan en el alma el amor por la isla y su gente.

Nuestra gente en Cuba no se ajusta en nada a la descripción de la columnista en su artículo “Malagradecidos”. Allá quedo, por ejemplo, una excelente amiga,  enfermera, que cría a sus dos hijas con mucho esfuerzo y que es capaz de levantarse en la madrugada a inyectar a una anciana postrada en cama sin aceptar nada a cambio. Allá esta mi primo, un excelente pediatra que cuando termina de consultar y dar clases, sale en su carro a buscar dinero extra para mantener a su familia. En Cuba vive un vecino que lo único que pidió en años fue, que por favor, le mandaran unos anzuelitos y pita para pescar, en el rio, el pescado que comería en las tardes.

Allá tuve la oportunidad de conocer a cientos de estudiantes, durante catorce años como profesor universitario; muchachos que estudiaban duro y soñaban con un día graduarse y vivir mejor. Esos muchachos no veían telenovelas y no usaban relojes caros. Cuando podían “inventar” algo (los cubanos entendemos bien el significado de ese termino) era para pagarse la vida en la universidad y sus gastos personales sin afectar demasiado a sus familias. Muchachos que posiblemente anden por acá, trabajando duro, o que hayan quedado en Cuba para siempre, soñando con que los tiempos cambien y el viento sople a su favor alguna vez en la vida.

Creo que parte importante de la culpa de estos “parásitos” engendrados en algunos senos familiares, lo tienen la gente de acá. Culpa por no hablar caro, por no decir lo duro que hay que trabajar, lo difícil que es ganar el dinero, la cantidad de cuentas a pagar cada mes. La culpa es de los que se dedican a visitar la isla alardeando de su vida acomodada en “el norte”, cuando en realidad “se comen un cable” todo el año y los viajes los hacen a “golpes” de tarjetas de crédito.

Quiero que se entienda que no niego la veracidad de lo que escribe la columnista. No dudo que sus familiares sean tal como los describe. Su pecado esta en generalizar. En meter a todos en la misma bolsa. Al referirse a “los cubanos”, sugiere que es todo el pueblo; que son todos los jóvenes los que adoptan esa actitud parasitaria (al menos fue lo que sentí al leer el articulo y luego ver una presentación suya en un canal televisivo local).

Reafirmo entonces que catalogar de “parásitos” a nuestro pueblo, que sufre penurias cada día, es sencillamente cruel a injusto.

 

 

2 comentarios:

  1. Felitin a muchos nos toca elcorazón. Lo que aqui expones es una verdad más grande que um templo!!!!!

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  2. Al menos la gente que conocemos no son parasitos,.... los hay en todas partes, pero es injusto decir que sean la mayoria... generalizar es peligrosos, amigo....

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