De pie, de pie, de pieeeee… La “e” se ahogaba
tras chocar con la barrera que la separaba de mi oído, pero la desagradable voz
insistía en penetrar el muro de mosquitero, colcha y almohada que se interponía
entre ella y yo. ¿Quién rayos se despierta y comienza a gritar a esta hora? Era
la pregunta que martillaba mi cerebro aún adormecido. Abrí mi ojo izquierdo
tratando de mirar entre pestañas y lagañas, para ver la luz del sol que debía
estar entrando por la ventana cercana pero, ah,… sorpresa, afuera estaba oscuro
como boca de lobo.
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Tras el frugal desayuno, formábamos,
organizados en brigadas, para abordar las carretas que nos llevarían al campo.
Allí nos esperaban, montados en sus imponentes caballos, los jefes de lotes,
una especie de neo mayorales encargados de velar por la calidad del trabajo de
los nuevos esclavos: nosotros.
Recuerdo estar parado frente a una enorme,
imponente, gigantesca pila de caña de azúcar mojada que debías desvestir cuidadosamente,
librar de sus pajas, para que después otros la picaran, montaran en carretas
tiradas por bueyes y fueran regadas por los infinitos surcos del campo.
Los profesores giraban a nuestro alrededor
caóticamente, como el electrón solitario del átomo de hidrógeno. Muy pocos se
dignaban a compartir nuestro infortunio y despajar o picar alguna de aquellas temibles
cañas, cuajadas de pequeñas espinitas que se infiltraban por la piel y
provocaban una picazón insoportable.
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Al regreso en la tarde, llegaba uno de los
peores momentos del día para mí, la hora del baño. A esa hora el “gordo ‘e
trapo” con el que he compartido siempre mi cuerpo, tomaba control y comenzaba a
sudar copiosamente pensando en que había de desnudarse delante de decenas de
otros chicos.
No es un secreto para nadie que cuando eres
gordo, el apéndice que te cuelga entre las piernas, la colita, el mismísimo
“pito”, no suele ser muy prominente y prefiere estar acurrucado en su cueva de
grasa. El “pitito” suele pasar inadvertido y solo un pegote cónico sobresale,
siendo motivo de vergüenza para el portador.
Al quedar desnudo para bañarte, algunas largas
culebras portadas por chicos delgados, miran a tu pequeño pegote de manera
burlona y este se encoje aún más hasta casi desaparecer y la burla aumenta y
aumenta, hasta hacerse pública y las culebras corren la voz con sus lenguas
bífidas, y la voz cruza fronteras y llega hasta los campamentos más alejados.
De ahí en adelante cada mirada de las muchachitas, te parecerá la llama de la
santa inquisición buscando descubrir tu secreto mejor guardado. Cada comentario
en voz baja te hará pensar que comentan acerca del insignificante “pitito” que
adorna tu cuerpo y de su inutilidad ante tamaño tan despreciable.
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A las diez los maestros apagaban cada
artefacto que iluminara. Solo la luna escapaba ilesa, ante el amor por las
penumbras de nuestros carceleros.
Algunos muchachos decían que a esas horas,
amparados por la oscuridad, los carceleros, que en el día se disfrazaban de
maestros, daban rienda suelta a su libido y se enrolaban en orgías y desataban
bacanales donde el alcohol y las infidelidades estaban a la orden. Yo nunca
tuve prueba real de esos comentarios y creo que muchos de nuestros profesores
eran gente respetable y sencillamente roncaban pesadamente en sus literas,
soltando un aliento ligeramente etílico.
A la par, al apagarse las luces y escucharse
los primeros ronquidos profesorales, el albergue cobraba vida, y ante la
“supuesta” falta de supervisión comenzaba a jadear, sollozar o reír por todas
las esquinas. Era como si un ejército de espíritus hubiera tomado nuestra
fortaleza por asalto y condujera a los muchachos a la locura. Desde mi cama,
bajo el mosquitero y acurrucado podía ver las sombras chinescas de chicos
masturbándose hasta quedar secos y agotados; otros que se dedicaban a untar de
pasta de dientes la cara de los dormilones y forzar los cerrojos de las maletas
para robar la preciada comida; también se escuchaban a algunos que sollozaban
extrañando la protección de sus hogares y el calor de sus padres.
El “gordo ‘e
trapo”, indiferente, se dormía plácidamente y me dejaba a mí en vela, atento y
encargado de velar por la integridad del cuerpo que compartíamos. Muchas veces
me sorprendió la madrugada, velando por la seguridad física de nuestras maletas
y los preciados tesoros que escondían, o vigilando para evitar que algún
“gracioso” descargara su tubo de pasta dental sobre mi cara y amaneciera yo,
como fantasma de bajo presupuesto, con la cara blanca y estirada por el
dentífrico producto ya seco. Por otro lado, alguna que otra vez, también
manosee a mi cónico e inofensivo apéndice del placer, pensando en la desnudez
de chicas que conocía y para las que yo pasaba totalmente inadvertido. Era mi
venganza, las imaginaba sudorosas cabalgando sobre mí, sedientas y ansiosas por
“algo” que no lograban encontrar, mientras yo reía al verlas humilladas de ese modo.
Me regresaba a la realidad el liquido pegajoso y blanquecino que me asqueaba y
que trataba de esconder secándolo en lo que estuviera a mano, muchas veces la
misma toalla que al otro día frotaría por todo mi cuerpo, incluida mi cara.
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Gordo de Trapo: Disponible en :
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