lunes, 22 de febrero de 2016

“Navegando bajo la borrasca, o la vida en el hormiguero” (Fragmentos del Capítulo VI de "Gordo de Trapo)


De pie, de pie, de pieeeee… La “e” se ahogaba tras chocar con la barrera que la separaba de mi oído, pero la desagradable voz insistía en penetrar el muro de mosquitero, colcha y almohada que se interponía entre ella y yo. ¿Quién rayos se despierta y comienza a gritar a esta hora? Era la pregunta que martillaba mi cerebro aún adormecido. Abrí mi ojo izquierdo tratando de mirar entre pestañas y lagañas, para ver la luz del sol que debía estar entrando por la ventana cercana pero, ah,… sorpresa, afuera estaba oscuro como boca de lobo.
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Tras el frugal desayuno, formábamos, organizados en brigadas, para abordar las carretas que nos llevarían al campo. Allí nos esperaban, montados en sus imponentes caballos, los jefes de lotes, una especie de neo mayorales encargados de velar por la calidad del trabajo de los nuevos esclavos: nosotros.
Recuerdo estar parado frente a una enorme, imponente, gigantesca pila de caña de azúcar mojada que debías desvestir cuidadosamente, librar de sus pajas, para que después otros la picaran, montaran en carretas tiradas por bueyes y fueran regadas por los infinitos surcos del campo.
Los profesores giraban a nuestro alrededor caóticamente, como el electrón solitario del átomo de hidrógeno. Muy pocos se dignaban a compartir nuestro infortunio y despajar o picar alguna de aquellas temibles cañas, cuajadas de pequeñas espinitas que se infiltraban por la piel y provocaban una picazón insoportable.
 
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Al regreso en la tarde, llegaba uno de los peores momentos del día para mí, la hora del baño. A esa hora el “gordo ‘e trapo” con el que he compartido siempre mi cuerpo, tomaba control y comenzaba a sudar copiosamente pensando en que había de desnudarse delante de decenas de otros chicos.
No es un secreto para nadie que cuando eres gordo, el apéndice que te cuelga entre las piernas, la colita, el mismísimo “pito”, no suele ser muy prominente y prefiere estar acurrucado en su cueva de grasa. El “pitito” suele pasar inadvertido y solo un pegote cónico sobresale, siendo motivo de vergüenza para el portador.
Al quedar desnudo para bañarte, algunas largas culebras portadas por chicos delgados, miran a tu pequeño pegote de manera burlona y este se encoje aún más hasta casi desaparecer y la burla aumenta y aumenta, hasta hacerse pública y las culebras corren la voz con sus lenguas bífidas, y la voz cruza fronteras y llega hasta los campamentos más alejados. De ahí en adelante cada mirada de las muchachitas, te parecerá la llama de la santa inquisición buscando descubrir tu secreto mejor guardado. Cada comentario en voz baja te hará pensar que comentan acerca del insignificante “pitito” que adorna tu cuerpo y de su inutilidad ante tamaño tan despreciable.
 
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A las diez los maestros apagaban cada artefacto que iluminara. Solo la luna escapaba ilesa, ante el amor por las penumbras de nuestros carceleros.
Algunos muchachos decían que a esas horas, amparados por la oscuridad, los carceleros, que en el día se disfrazaban de maestros, daban rienda suelta a su libido y se enrolaban en orgías y desataban bacanales donde el alcohol y las infidelidades estaban a la orden. Yo nunca tuve prueba real de esos comentarios y creo que muchos de nuestros profesores eran gente respetable y sencillamente roncaban pesadamente en sus literas, soltando un aliento ligeramente etílico.
A la par, al apagarse las luces y escucharse los primeros ronquidos profesorales, el albergue cobraba vida, y ante la “supuesta” falta de supervisión comenzaba a jadear, sollozar o reír por todas las esquinas. Era como si un ejército de espíritus hubiera tomado nuestra fortaleza por asalto y condujera a los muchachos a la locura. Desde mi cama, bajo el mosquitero y acurrucado podía ver las sombras chinescas de chicos masturbándose hasta quedar secos y agotados; otros que se dedicaban a untar de pasta de dientes la cara de los dormilones y forzar los cerrojos de las maletas para robar la preciada comida; también se escuchaban a algunos que sollozaban extrañando la protección de sus hogares y el calor de sus padres.
 
El “gordo ‘e trapo”, indiferente, se dormía plácidamente y me dejaba a mí en vela, atento y encargado de velar por la integridad del cuerpo que compartíamos. Muchas veces me sorprendió la madrugada, velando por la seguridad física de nuestras maletas y los preciados tesoros que escondían, o vigilando para evitar que algún “gracioso” descargara su tubo de pasta dental sobre mi cara y amaneciera yo, como fantasma de bajo presupuesto, con la cara blanca y estirada por el dentífrico producto ya seco. Por otro lado, alguna que otra vez, también manosee a mi cónico e inofensivo apéndice del placer, pensando en la desnudez de chicas que conocía y para las que yo pasaba totalmente inadvertido. Era mi venganza, las imaginaba sudorosas cabalgando sobre mí, sedientas y ansiosas por “algo” que no lograban encontrar, mientras yo reía al verlas humilladas de ese modo. Me regresaba a la realidad el liquido pegajoso y blanquecino que me asqueaba y que trataba de esconder secándolo en lo que estuviera a mano, muchas veces la misma toalla que al otro día frotaría por todo mi cuerpo, incluida mi cara.
 
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Gordo de Trapo: Disponible en :
 
 
 
 
 
 


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