martes, 9 de febrero de 2016

“La escuela al campo” (fragmentos del Capítulo 5, de Gordo de Trapo).

El campo cubano ha sido motivo frecuente de inspiración poética. Juan Cristóbal Nápoles Fajardo “El Cucalambé”, escribió para la eternidad estos versos que aparecen en su poema “Galas de Cuba”:                                           
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Los nísperos que florecen
En las vegas de tus ríos,
Forman dulces murmuríos
Si al son del viento se mecen:
Te adornan y te embellecen
Montes y cañaverales,
Susurran tus caimitales,
Te cantan los ruiseñores
Y arrulladas son tus flores
Por las brisas tropicales.
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Muchos otros han descrito el verdor de la hierba y su olor, tan especial, cuando esta mojada. Han alabado los campos de caña, infinitos, zarandeados por el aire y susurrantes de extrañas melodías.
Toda esa hermosa lírica se deshace, se evapora, se diluye, cuando tienes 12 años y te llevan a tu primera “escuela al campo”.

¿Pero qué es la escuela al campo? ¿Es quizás uno de esos viajes, a los que mis hijos acá llaman “field trip”? ¿Es una excursión para disfrutar del baño en una pozeta de aguas cristalinas o a deslizarse, montado sobre una yagua, por la ladera de una loma? Nada más distante de la realidad.

La escuela al campo es un engendro maquiavélico surgido de la mente atrofiada y calenturienta de algún burócrata criollo, o aun peor, es la manzana envenenada y cocinada a fuego lento por “ese”, “quien tu sabes”, “Manolo”, “el patillas”, “el caballo” o como quieras llamarle al “Des gobernante en Jefe”, con vistas a quebrar la familia cubana tradicional, donde los hijos no abandonan el hogar materno y se juntan hasta tres generaciones bajo el mismo techo.


Este supuesto intento de vincular el estudio y el trabajo, de crear hábitos y conciencia laboral en adolescentes, de convertir a niños en productores de bienes para la sociedad, pero que a la larga no habrían de consumir, no fue y no es otra cosa que parte del purgatorio por el que todos debíamos pasar, niños y padres, para llegar al prometido e inalcanzable paraíso de la igualdad y la justicia social. 
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El primer paso era conseguir dos pesadas y solidas maletas de madera, con sendos candados, que serían las encargadas de poner a buen recaudo los dos tesoros más preciados que iba a poseer al salir de casa: la ropa y la comida. Estas maletas generalmente son heredadas de generación en generación y cada año muestran más arañazos y abolladuras, que de algún modo son cicatrices acumuladas por su tiempo de servicio. Las mías fueron heredadas de mi primo, seis años mayor y uno de mis ídolos de toda la vida.

Lo segundo era buscar ropa adecuada para protegerte del sol, los mosquitos, las lloviznas, el fango o cualquier otra condición extrema. Mis padres tuvieron que conseguir pantalones de caqui, camisas de mangas largas, guantes de lona, botas de piel (las nunca olvidadas cañeras o botas rusas) y por supuesto el imprescindible sombrero de guano, que aportaba además una nota inconfundible de elegancia y cubanía a mi extraño atuendo. No podían faltar calzoncillos (por supuesto, patas largas de tela) y toallas que no estuvieran muy nuevas para no despertar la codicia de los ladrones de tendederas. Como en general los campamentos estaban  en zonas apartadas, donde no llegaba la electricidad, parte importante era llevar una linterna con pilas, o en su defecto un farol o una “chismosa”. Tampoco se podía quedar “Don Mosquitero”, el encargado de evitar picaduras de mosquitos o que un alacrán caído del techo terminara compartiendo la almohada contigo.

La tercera etapa implicaba garantizar las vituallas. La familia entera se volcaba desde una semana antes de la salida a guardar celosamente la cuota de pan familiar, para llegado el momento tostarlo, picado en ruedas y colocados sobre una plancha de metal, que a su vez es colocada sobre el fuego. De este modo el pan se conservará mucho más tiempo. Apelando a los conocimientos innatos de alquimia que tenemos todos los cubanos, se preparaba una mágica poción de aceite, sal y ajo, que daría un sabor especial, maravilloso, al pan, incluso si comenzaba a enmohecer. Esta poción, de igual modo, podría curar el reuma o alejar a algún vampiro extraviado desde la remota Transilvania.  El azúcar y el limón eran imprescindibles compañeros de viaje, pues son los elementos esenciales para preparar la limonada, dulce bebida, que en mi país salva a diario miles de vidas. Los más afortunados, solo algunos elegidos que tuviéramos abuelos viejos, podríamos llevar una lata de leche condensada (que los ancianos recibían como parte de su cuota mensual) y que cocinada en “baño de María”, le daría una connotación muy especial al pan tostado y podría servir para comprar la protección de los muchachos más grandes.  

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