Vivimos en un mundo de dispositivos electrónicos. “Laptops”, “Ipads”, “Iphones” se han adueñado de nuestras vidas y se llevan una parte importante de nuestro tiempo libre e incluso de nuestro horario de trabajo.
Nadie escapa a esa enfermedad contagiosa que es la “tecno-fiebre”. Hoy puedes ver a ancianos “texteando” y husmeando las últimas novedades de “facebook”; así como chicos pequeños extasiados con sus “Nintendo DS”, sentados sobre el piso de una tienda por departamentos, mientras los padres revolotean entre las piezas de ropas y zapatos de las más diversas marcas.
A veces siento una gran nostalgia; nostalgia del color amarillento de las hojas de los libros viejos; nostalgia del polvo y el olor a celulosa impregnado en el papel; nostalgia de los agujeros, que como túneles, atraviesan las páginas y son rastros inconfundibles de las polillas, polillas que alguna vez fueron parte de nuestras familias y compitieron por el amor de Eugenia Grandet, o escaparon a la mirada inquisidora de Sherlock Holmes.
Pocas veces he visto a mis hijos con uno de esos maravillosos libros, que alguna vez alimentaron mi alma y mi fantasía, en sus manos. Ellos, contagiados de la tecno-fiebre, prefieren una serie de televisión y si de libros se trata, pues lo descargan en formato de “Kindle” a sus “tablets”. Es el mundo de hoy y ya no será como antes nunca más.
La lectura fue la primera gran pasión de mi vida, mi primer amor. Tenía ocho o nueve años y miraba extasiado el tosco librero de cabillas corrugadas y cartón en el que mi papá colocaba con extremo cuidado sus libros. Mi viejo nunca ha sido un hombre precisamente organizado, pero aquellos libros eran su tesoro y los cuidaba celosamente. En las dos divisiones superiores, llenos de vanidad y orgullosos de sus contenidos, se apilaban los libros de ciencia e ingeniería. Yo los miraba extasiado, sabía que aún no estaba listo para entender las complicadas ecuaciones y las interminables tablas y gráficos que adornaban sus páginas, pero albergaba la esperanza de un día apoderarme de aquellos secretos mágicos y mientras tanto memorizaba títulos y autores.
En el estante inferior vivían despreocupadas
las novelas. Ellas no se mostraban altaneras como sus vecinos de arriba. Eran
alegres y espontáneas y estaban siempre dispuestas a desnudarse frente a la
mirada del más humilde lector. En sus páginas se daban las situaciones más inverosímiles:
Papá Goriot decidía irse, junto a Sandokán, a luchar contra los británicos en
tierras de Mompracem; Eugenia Grandet se enamoraba de Jean Valjean y ambos
huían perseguidos por el Conde de Montecristo; Sherlock Holmes y Hércules
Poirot seguían incansables la pista del Capitán Nemo, siempre escurridizo en su
Nautilus.
Aquellas novelas fueron mis más fieles
confidentes y por ellas, mi corazón de tela vieja, latió un poco más fuerte
durante aquellos grises años de mi infancia y adolescencia.
Empecé leyendo a Emilio Salgari. Peleé con
fiereza en cada batalla de Sandokán, sufrí la muerte de cada uno de los pigmeos
que nos acompañaban en la lucha contra los británicos, y saboreé gustoso los
exóticos platillos que compartía con nosotros el príncipe de Mompracem, y que
eran preparados con carne de la trompa de un elefante.
Después conocí a Julio Verne y con Santiago
Paganel, el geógrafo mas distraído del universo, me lancé en la búsqueda del
Capitán Grant. Viajamos medio mundo y sobreviví, junto a mis amigos
imaginarios, a inundaciones y tribus caníbales.
Así, sucesivamente, fui pasando de Alejandro
Dumas, a Balzac; de Conan Doyle a Agatha Christie, de Stendhal a Luis Rogelio
Nogueras.
Por fin un día, ya en la secundaria, me sentí
con valor para abrir uno de los libros del sacrosanto mundo de la Física. Aquel
momento no lo olvidare jamás, leí absorto sobre el “Perpetumm Mobile”, la
manzana de Newton y la carrera de Arquímedes, completamente desnudo, mientras
gritaba “Eureka, eureka”, tras descubrir la fuerza de empuje.
Desde aquel día mi vida cambio en muchos
aspectos, comprendí que el único modo de dejar atrás al “gordo ‘e trapo”, de
separarlo de mi vida definitivamente, era adentrarme en el conocimiento de la
ciencia; ganar el respeto que mis puños no habían logrado, con una fuerza aun
superior, la fuerza del intelecto. Se hizo un sueño permanente en mi mente el
explicar algún fenómeno aún desconocido o el formular algún teorema
sorprendente que bautizaran con mi nombre.
No imaginaba cuanto desgaste, cuanta energía habría
de invertir, cuantas noches de desvelo, cuantas fiestas a las que no asistiría
y cuantas chicas que nunca serían mis novias, para solamente mirar a la
distancia el templo mágico de la ciencia. Mi suerte estaba echada, pero el camino
sería tortuoso y largo.
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