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Una frase muy manoseada, repetida, pero
tristemente poco apreciada, nos dice: “Instruir puede cualquiera, educar, solo
quien sea un evangelio vivo”. Cuanta fue la sabiduría del maestro de la Luz y
Caballero al pronunciar estas palabras. Esta breve oración, este puñado de
palabras genialmente organizadas delimitan muy claramente la frontera entre,
por un lado, un maestro que disfruta su trabajo pues lo hace por vocación y amor,
que trata de insuflar a sus alumnos valores positivos que se desgranan de su
propia actividad dentro y fuera del aula, que esculpe, como en piedra, cada día
el carácter de sus alumnos, con paciencia, con sudor, con tesón, con esperanza,
sin cansancio y por otra parte, un “mercader”, un “mercenario” de la enseñanza,
alguien que solo está ahí con el fin de “agarrar” cómodamente algún dinero…
poco, pero más de lo que merece; un ser incapaz de crear la más tosca escultura
de barro pues sus manos no llevan la inspiración que fluye desde el amor a la
profesión, desde el respeto al conocimiento y a los valores.
Triste y afortunadamente tuve la oportunidad
de conocer las dos caras de esta moneda en mi más temprana edad y ambas
experiencias, como el yin y el yang, participaron y tomaron partido en mi eterna
lucha contra el torpe fantoche de trapo, usurpador de mi personalidad y nacido durante
el evento, infeliz, del tiovivo
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Al comenzar la escuela, cosas del
destino, mi maestra de preescolar resultó
ser la hija de la famosa mulata, examante y enemiga acérrima del “Don Juan”. Como
entre Montescos y Capuletos nació entre mi maestra y yo, tras la primera
mirada, una animadversión absoluta. Ella, la antítesis de la pedagogía y el
amor, solo sabía gritar, pelear como loca, descargar su rabia y frustraciones,
escupir su bilis, chismorrear por los pasillos y mandarnos a mantener la cabeza
pegada al pupitre durante todo el santo día. Los juguetes que adornaban el aula
de preescolar bostezaban aburridos en sus estantes y un viejo piano gemía al
sentir que sus cuerdas de acero se oxidaban dentro de su carapacho, debido a la
inactividad.
Ante tanta presión mi endeble carácter no pudo
más y una mañana todos mis contenidos estomacales se lanzaron desesperados,
incontenibles, a través de mi boca y cayeron sobre el pupitre y sobre mi
compañero de asiento, dejando un rastro repugnantemente oloroso a leche ácida.
Mi maestra estalló en cólera, su tez mulata se
tornó marrón y sus ojos inyectados de sangre, brillaron cargados de odio y
asco. Ella, mi quizás cuasi tía, que por un par de semanas me había mostrado su
desprecio, esta vez llegó al clímax de la rabia y con una voz nada orgásmica
gritó: “…vengan a limpiar ese vómito y llévense a esta aura de enfrente mío,
porque creo que lo voy a matar….”. Yo no sabía qué hacer, mis manos estaban
pegajosas y todos los niños huían de mi insoportablemente pestilente aroma. Mi
primo, que en aquel entonces cursaba el sexto grado, fue mandado a buscar de
urgencia para que me acompañara de regreso a casa.
No imaginaba “primote”, aquella mañana, que
esa historia se iba a repetir cada día por el resto del curso. No imaginaba yo
todos los gritos que me esperaban y toda la marginación que sufriría.
Al regresar a la escuela al otro día y tras
marcharse mi mamá, una silla de "paletas" esperaba por mí. Mi maestra había
decidido que mis residuos gástricos no infectarían más su aula, o al menos, al
brotar incontenibles tras la erupción de mi estómago caerían lejos de ella y de
sus alumnos favoritos. Fui sentado al fondo del aula, aislado, desterrado,
condenado a la soledad cual pequeño Robinson moderno.
Ante señales tan hostiles, mi estómago se rebeló
aun más y cada mañana se repetía mi eyaculación gástrica y el incesante ir y
venir de mi abnegado primo con la maloliente carga a su lado. Cada día aquella
mulata de nariz fina, que ahora siento tenía algún parecido con mi difunto
abuelo, dejo caer sobre mí su bilis cargada de improperios. Un eternamente
largo e inolvidable año, que me dejó como secuela el vomitar ante la más mínima
presión y una inseguridad que cedió el control de mi carácter, que abrió las
puertas de par en par a mi inseparable compañero, al obtuso gordo de trapo que
una mañana no muy lejana sería arrastrado, sobre la arena húmeda, por el viejo
tiovivo del parquecito.
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