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La mañana del terrible suceso, habíamos salido
temprano. Siempre salíamos temprano a caminar, porque en las tardes yo iba a la
escuela. Después de bromear con sus amigos, viejos como él, que se sentaban
cada mañana en la glorieta, bajos los laureles del parque y de mostrar en broma
su enorme cuchillo, al que llamaba “matavacas”, decidió llevarme al parquecito
infantil.
Aquella mañana yo me sentía inspirado, dispuesto
a afrontar, quizás, la aventura más grande y riesgosa de toda mi vida: empujar
al viejo y oxidado tiovivo y saltar sobre el cuándo girara a suficiente
velocidad (casi supersónica para mí).
Al percibir mi intención todos los muchachos,
que ya conocían de mi falta de destreza, se agolparon a mí alrededor para
presenciar la inusual “hazaña”…. Sentía cada mirada sobre mi nuca y mi única preocupación
era que si algo salía mal, le fallaría a mi abuelo y sería el hazmerreir de la
escuela.
Me acerqué despacio, contemplado con mirada de
reto a mi rival, escudriñando su esqueleto metálico para tratar de detectar sus
puntos más débiles; lo agarré con mis manos regordetas y sentí las frías
cabillas corrugadas que formaban el cuerpo de mi oponente. Afinqué mis pies en
la arena y comencé a empujar. Giro, giro, giro, corre, corre, corre,.. El gruñón
armatroste empezó a ganar velocidad, yo me sentía agitado por el esfuerzo, y el
corazón me palpitaba más fuerte tras cada vuelta…. Todo lo tenía calculado en
mi mente: …“cuando la velocidad fuera suficiente saltaría, con todas mis
fuerzas, sobre el enemigo y este caería derrotado a mis pies, yo giraría
victorioso sobre él y mi triunfo sería proclamado a los cuatro vientos,
llegando incluso a los oídos de algunas chicas del aula que ahora me miraban
con una mezcla de burla e indiferencia…”. Una vuelta más y era el momento de
saltar, ahora, justo ahora y…. un pequeño fallo, un ligero traspiés, un suave
resbalón sobre la arena mojada arruinó mis cálculos; el salto no logró ser lo
suficientemente fuerte para elevar mi pesado cuerpo sobre las costillas de
hierro de mi oponente y fui irremediablemente arrastrado por este…. Todo ocurrió
en un segundo, un salto, el traspié y la arena que inundó mi boca, atorándose
justo en mi garganta. Acto seguido, aquel grito que se clavó en mis oídos y
peor aún, penetró hasta mi corazón dejando una herida insanable: “Gordo ‘e
trapoooo”, miren muchachos, miren, se cayó el gordo ‘e trapoooo… y una
carcajada masiva, sonora, burlona, infinita, que retumbó en todos los rincones
de mi pueblo y por ende de mi universo,… Ese fue el castigo y el premio que la multitud
de chicos me entregó por mi osadía.
No sabía qué hacer, no me atrevía a mirar a mi
abuelo pensando en la desilusión que debía estar sintiendo, no podía y no quería
mirar a los muchachos que me rodeaban y que no dejaban de reírse y gritarme:
“...levántate gordo ‘e trapo, mira que te vas a comer toda la arena del parque…”.
Hubiera querido que aquella misma arena que había escupido segundos antes, se
abriera y me tragara para siempre. Sentía que la única salida era esa, ser engullido
por la arena, desaparecer, disolverme, escapar de las burlas crueles pero bien
merecidas que estaba recibiendo.
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Disponible en: http://www.barnesandnoble.com/w/gordo-de-trapo-felix-ramos/1122074025?ean=9781507573716
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