Puedo sentir aún el tic tac, el indetenible
tic tac; la hora fatídica estaba al
llegar,… mi corazón empezaba a correr desbocado de ansiedad y miedo en la
medida que se acercaban las 5:30 PM,… la desdichada hora de salir de la
escuela, la dichosa hora en que sonaría la vieja campana, oxidada y desafinada;
la maldita hora en que yo quedaría desprotegido, en la nada, justo a medio
camino entre la maestra y mi familia; el momento en que tendría que afrontar
solo el camino de regreso a casa, enfrentándome nuevamente a aquella jauría de
muchachos, que no perdían la oportunidad de divertirse, molestándome.
Siempre había un nuevo nombrete para mí. La
imaginación de los niños es caprichosa e impredecible y el humillante mote podía
venir de la última aventura que pasaba la televisión o sencillamente de la absurda
creatividad inagotable de algunos de mis compañeros de aula. Así tuve que
escuchar cómo me llamaban “Skippy”, nombrete un poco raro para mí, que era la antítesis
del hábil canguro australiano; “Fepona”, una rara y definitivamente femenina declinación,
por demás infeliz e imprecisa, de mi nombre: Félix; o hasta algo tan raro e
incomprensible como “abortacion culinaria”, nombrete mezcla de ginecología y
cocina, con un significado sumamente abstracto….
Al principio decidí hacer como que no era
conmigo, que no me importaba que me pusieran nombretes, que sencillamente no me
molestaba. Mi hipótesis era: Si no me pongo “berrea ‘o” se van a aburrir, me
dejarán en paz y usarán a otro muchacho como objeto de burla y diversión. Fue
una hipótesis fallida, proveniente de mi incipiente especulación intelectual y
sin ninguna base científica.
Cuando comencé a hacerme indiferente a los nombretes,
pues mis compañeros se enojaron más y entonces comenzaron a empujarme y darme
nalgadas (como buen gordito poseía un trasero redondeado y prominente para mi
sexo). Esto ya era una afrenta a mi dignidad de varón y decidir probar una
nueva hipótesis: “enfrentaré el acoso con mi fuerza bruta”. El problema consistía
en que la fuerza bruta disponible no era mucha en mi caso; cuando trataba de
correr para golpear al muchacho que me empujaba, este se escabullía veloz y mi
golpe terminaba ahogado en el aire. Cuando por pura suerte atrapaba a uno de
los malvados, pues la fuerza de mis puños no lograba hacer mucha mella en su físico;
mis golpes descoordinados y sin técnica terminaban ser como el revoloteo de un
gorrioncillo caído del nido, en otras palabras, no le dolían a nadie. Lo más
terrible era ver como mis oponentes se multiplicaban y yo seguía solo en medio
de ellos.
Mis únicos momentos de dulce venganza eran
durante los exámenes. Todos mis enemigos trataban de hacer las paces conmigo,
para preguntarme las respuestas. Ellos, infelices, no habían tenido tiempo de
estudiar, pues habían jugado desde el amanecer hasta entrada la noche y yo,
afortunado de no ser aceptado como un igual y hasta cierto punto apartado por
todos como un enfermo de lepra, me había regocijado leyendo aquellos libracos
variados, que hablaban de temas intrascendentes y sin importancia para un niño
normal. En esos dulces momentos, todos aquellos que al salir en la tarde,
nuevamente se iban a divertir un poco a mi costa, se encontraban postrados a
mis pies esperando una seña o palabra salvadora que iluminara sus mentes
atrofiadas de tanto juego. Yo me hacía de rogar un poco, era parte de mi
disfrute, era mi momento de gloria y luego por supuesto cedía a los deseos de
mis compañeros, esperando que esta nueva táctica de ayudarlos me hiciera ganar
su favor y les hiciera sentir un poco más de afecto hacia mi persona. Al
terminar el examen, las aguas tomaban su nivel nuevamente y ellos volvían a su
costumbre de martirizarme “cariñosamente”.
Todos estos hechos sucedían a espaldas de mis
padres y abuelos. Cada día sentía el deseo de confesarles lo que me pasaba. Sentía
el deseo de llorar, gritar, clamar por piedad, pedir ser cambiado de escuela o
que crearan una solo para mí; pero, mi orgullo herido de hombre detenía siempre,
en el último momento, la palabra que amenazaba escapar de mi boca, la palabra
que posiblemente me hubiera ahorrado muchos sinsabores.
Este es un patrón de conducta de las víctimas.
Este acto de callarse la boca por orgullo, pena o miedo se repite hasta el
infinito y es lo que no permite la solución del problema, justo lo acrecienta.
Este patrón explica porqué muchos niños terminan de modo fatal tras sufrir
acoso.
Tras el fracaso de mi segunda hipótesis debido
a mi falta de habilidad física, determiné que la mejor solución era la del
avestruz, esconder la cabeza y rehuir el problema. Sabía que si me quedaba en
casa estaría a salvo, pues mi abuela, la gorda y suave anciana que antes he
mencionado, hubiera apaleado sin piedad a quien osara tocarme con el pétalo de
una rosa.
Me convertí entonces en un meteorólogo
aficionado. Lo primero que hacía al levantarme era mirar al cielo para tratar
de descubrir si había alguna esperanza de lluvia al mediodía. La lluvia se
alzaba como tabla salvadora, pues si llovía había posibilidad de que mi abuelo
recomendara que no fuera a la escuela, por el temor a que me enfermara. Pero mi
afición a las predicciones meteorológicas se hizo demasiado notoria y mi mamá,
con ese don especial que reciben las madres directo de Dios, empezó a sospechar
que algo no andaba bien. Ante cada sugerencia mía, de que: …posiblemente esta
tarde se repita en nuestro pueblo el pasaje bíblico del diluvio universal y
todos terminemos ahogados…, mi mamá, recelosa y tratando de desentrañar mi
extraño comportamiento, me respondía con la misma frase que aplastaba mis
aspiraciones de quedarme en casa: “…aunque caigan raíles de punta, tú te vas a
ir hoy para la escuela….”.
Cuando la cuestión climática dejo de surtir
efecto, decidí probar una nueva táctica. La había escuchado de una noble mujer
madrina de mi mamá, de un ser muy especial para el que tengo que encontrar un
espacio en mi historia. Abuela Teka contaba que cuando era una niña, allá por
los inicios del siglo XX, sus hermanos tomaban un termómetro y medían la
temperatura corporal de una gallina. Las pobres gallinas con su espeso plumaje
y el sol del campo cubano, siempre estaban afiebradas. Los hermanos de Teka,
presentaban el termómetro a su madre y quedaban en casa, holgazaneando,
producto de la alta fiebre que los aquejaba.
Lo del termómetro y la gallina era un truco
que ya estaba gastado pues Teka se lo había contado también a mi mamá, además
de lo imposible que sería atrapar una de las gallinas de mi abuelo, debido a lo
lento de mis movimientos. ¿Qué enfermedad podía ser mi auxiliadora en esos
momentos de dificultad? Esa era la pregunta a contestar… debía ser una
enfermedad tal que su intensidad no fuera medible con ningún instrumental médico,..
Una enfermedad que me permitiera, pasada la hora de la escuela, mostrarme más
recuperado y dispuesto a disfrutar del juego con mis soldaditos, la lectura y
de un buen pedazo de pan. Descubrí que la enfermedad ideal en mi caso era el
dolor de barriga. Era la coartada perfecta, un niño gordito y comelón se excede
y luego le duele la panza, pero al pasar el rato y liberar algunos residuos
interiores, se muestra recuperado y comienza nuevamente el ciclo de hartarse de
pan y limonada, para al día siguiente amanecer nuevamente enfermo.
Unas cuantas veces mi truco dio resultado. Mi
abuela corría, ante mi dolor inobjetable, a prepararme un cocimiento de hojas
de anón, que tragaba sin chistar, ni respirar, por lo malo de su sabor. Mi mamá
me llevaba a “pasar la mano para curarme el empacho” con alguna de las viejas
de mi barrio, expertas en destrozar malas digestiones frotando la barriga. Ante
mi dolor incesante era obligado a agacharme sobre un papel y dejar caer algunos
residuos interiores y malolientes, que eran llevados al policlínico, para que
el laboratorista del pueblo los pusiera bajo el microscopio, en busca de algún
parásito intestinal indeseado.
Agotados todos los recursos de la ciencia médica
y las técnicas de sanación de nuestros ancestros Tainos y Siboneyes, no quedaba
otra opción que sospechar que se trataba de algo más: ….”este muchacho tiene
una apendicitis aguda,…”. ¿Si hubieran sabido? ¿Si hubieran imaginado el mal
que me aquejaba?
A veces sonrío al pensar que unos pocos años más
tarde, mi primo que llegó a ser y es un excelente pediatra, me hubiera diagnosticado
entre risas: “… no, no, perdón, este muchacho lo que tiene es una “pendejitis
aguda”….”. Extraña enfermedad sin relación alguna con el estómago y si muy
vinculada a la respuesta testicular ante las amenazas externas que nos
tropezamos durante la vida.
Pasado un tiempo mi triquiñuela dejó de surtir
efecto y mi mamá encontró una nueva respuesta a mi queja de: “…mamá, me duele
la barriga…”. Solo cuatro palabras: “…duele tú a ella…”, cortaban toda
posibilidad de escapar del suplicio de la escuela.
La lapidaria frase, en la novela de Dante
Alighieri, a la entrada del infierno: “Perded toda esperanza” parecía escrita a
mi medida y lo peor, no encontraba el valor y las palabras para contar lo
terrible de mi situación, a mis queridos familiares.