jueves, 28 de enero de 2016

“Bullying” ..... fragmento del Capítulo IV del libro "Gordo de Trapo"

Puedo sentir aún el tic tac, el indetenible tic tac;  la hora fatídica estaba al llegar,… mi corazón empezaba a correr desbocado de ansiedad y miedo en la medida que se acercaban las 5:30 PM,… la desdichada hora de salir de la escuela, la dichosa hora en que sonaría la vieja campana, oxidada y desafinada; la maldita hora en que yo quedaría desprotegido, en la nada, justo a medio camino entre la maestra y mi familia; el momento en que tendría que afrontar solo el camino de regreso a casa, enfrentándome nuevamente a aquella jauría de muchachos, que no perdían la oportunidad de divertirse, molestándome.

Siempre había un nuevo nombrete para mí. La imaginación de los niños es caprichosa e impredecible y el humillante mote podía venir de la última aventura que pasaba la televisión o sencillamente de la absurda creatividad inagotable de algunos de mis compañeros de aula. Así tuve que escuchar cómo me llamaban “Skippy”, nombrete un poco raro para mí, que era la antítesis del hábil canguro australiano; “Fepona”, una rara y definitivamente femenina declinación, por demás infeliz e imprecisa, de mi nombre: Félix; o hasta algo tan raro e incomprensible como “abortacion culinaria”, nombrete mezcla de ginecología y cocina, con un significado sumamente abstracto….

Al principio decidí hacer como que no era conmigo, que no me importaba que me pusieran nombretes, que sencillamente no me molestaba. Mi hipótesis era: Si no me pongo “berrea ‘o” se van a aburrir, me dejarán en paz y usarán a otro muchacho como objeto de burla y diversión. Fue una hipótesis fallida, proveniente de mi incipiente especulación intelectual y sin ninguna base científica.
Cuando comencé a hacerme indiferente a los nombretes, pues mis compañeros se enojaron más y entonces comenzaron a empujarme y darme nalgadas (como buen gordito poseía un trasero redondeado y prominente para mi sexo). Esto ya era una afrenta a mi dignidad de varón y decidir probar una nueva hipótesis: “enfrentaré el acoso con mi fuerza bruta”. El problema consistía en que la fuerza bruta disponible no era mucha en mi caso; cuando trataba de correr para golpear al muchacho que me empujaba, este se escabullía veloz y mi golpe terminaba ahogado en el aire. Cuando por pura suerte atrapaba a uno de los malvados, pues la fuerza de mis puños no lograba hacer mucha mella en su físico; mis golpes descoordinados y sin técnica terminaban ser como el revoloteo de un gorrioncillo caído del nido, en otras palabras, no le dolían a nadie. Lo más terrible era ver como mis oponentes se multiplicaban y yo seguía solo en medio de ellos.

Mis únicos momentos de dulce venganza eran durante los exámenes. Todos mis enemigos trataban de hacer las paces conmigo, para preguntarme las respuestas. Ellos, infelices, no habían tenido tiempo de estudiar, pues habían jugado desde el amanecer hasta entrada la noche y yo, afortunado de no ser aceptado como un igual y hasta cierto punto apartado por todos como un enfermo de lepra, me había regocijado leyendo aquellos libracos variados, que hablaban de temas intrascendentes y sin importancia para un niño normal. En esos dulces momentos, todos aquellos que al salir en la tarde, nuevamente se iban a divertir un poco a mi costa, se encontraban postrados a mis pies esperando una seña o palabra salvadora que iluminara sus mentes atrofiadas de tanto juego. Yo me hacía de rogar un poco, era parte de mi disfrute, era mi momento de gloria y luego por supuesto cedía a los deseos de mis compañeros, esperando que esta nueva táctica de ayudarlos me hiciera ganar su favor y les hiciera sentir un poco más de afecto hacia mi persona. Al terminar el examen, las aguas tomaban su nivel nuevamente y ellos volvían a su costumbre de martirizarme “cariñosamente”.

Todos estos hechos sucedían a espaldas de mis padres y abuelos. Cada día sentía el deseo de confesarles lo que me pasaba. Sentía el deseo de llorar, gritar, clamar por piedad, pedir ser cambiado de escuela o que crearan una solo para mí; pero, mi orgullo herido de hombre detenía siempre, en el último momento, la palabra que amenazaba escapar de mi boca, la palabra que posiblemente me hubiera ahorrado muchos sinsabores.

Este es un patrón de conducta de las víctimas. Este acto de callarse la boca por orgullo, pena o miedo se repite hasta el infinito y es lo que no permite la solución del problema, justo lo acrecienta. Este patrón explica porqué muchos niños terminan de modo fatal tras sufrir acoso.

Tras el fracaso de mi segunda hipótesis debido a mi falta de habilidad física, determiné que la mejor solución era la del avestruz, esconder la cabeza y rehuir el problema. Sabía que si me quedaba en casa estaría a salvo, pues mi abuela, la gorda y suave anciana que antes he mencionado, hubiera apaleado sin piedad a quien osara tocarme con el pétalo de una rosa.

Me convertí entonces en un meteorólogo aficionado. Lo primero que hacía al levantarme era mirar al cielo para tratar de descubrir si había alguna esperanza de lluvia al mediodía. La lluvia se alzaba como tabla salvadora, pues si llovía había posibilidad de que mi abuelo recomendara que no fuera a la escuela, por el temor a que me enfermara. Pero mi afición a las predicciones meteorológicas se hizo demasiado notoria y mi mamá, con ese don especial que reciben las madres directo de Dios, empezó a sospechar que algo no andaba bien. Ante cada sugerencia mía, de que: …posiblemente esta tarde se repita en nuestro pueblo el pasaje bíblico del diluvio universal y todos terminemos ahogados…, mi mamá, recelosa y tratando de desentrañar mi extraño comportamiento, me respondía con la misma frase que aplastaba mis aspiraciones de quedarme en casa: “…aunque caigan raíles de punta, tú te vas a ir hoy para la escuela….”.

Cuando la cuestión climática dejo de surtir efecto, decidí probar una nueva táctica. La había escuchado de una noble mujer madrina de mi mamá, de un ser muy especial para el que tengo que encontrar un espacio en mi historia. Abuela Teka contaba que cuando era una niña, allá por los inicios del siglo XX, sus hermanos tomaban un termómetro y medían la temperatura corporal de una gallina. Las pobres gallinas con su espeso plumaje y el sol del campo cubano, siempre estaban afiebradas. Los hermanos de Teka, presentaban el termómetro a su madre y quedaban en casa, holgazaneando, producto de la alta fiebre que los aquejaba.

Lo del termómetro y la gallina era un truco que ya estaba gastado pues Teka se lo había contado también a mi mamá, además de lo imposible que sería atrapar una de las gallinas de mi abuelo, debido a lo lento de mis movimientos. ¿Qué enfermedad podía ser mi auxiliadora en esos momentos de dificultad? Esa era la pregunta a contestar… debía ser una enfermedad tal que su intensidad no fuera medible con ningún instrumental médico,.. Una enfermedad que me permitiera, pasada la hora de la escuela, mostrarme más recuperado y dispuesto a disfrutar del juego con mis soldaditos, la lectura y de un buen pedazo de pan. Descubrí que la enfermedad ideal en mi caso era el dolor de barriga. Era la coartada perfecta, un niño gordito y comelón se excede y luego le duele la panza, pero al pasar el rato y liberar algunos residuos interiores, se muestra recuperado y comienza nuevamente el ciclo de hartarse de pan y limonada, para al día siguiente amanecer nuevamente enfermo.

Unas cuantas veces mi truco dio resultado. Mi abuela corría, ante mi dolor inobjetable, a prepararme un cocimiento de hojas de anón, que tragaba sin chistar, ni respirar, por lo malo de su sabor. Mi mamá me llevaba a “pasar la mano para curarme el empacho” con alguna de las viejas de mi barrio, expertas en destrozar malas digestiones frotando la barriga. Ante mi dolor incesante era obligado a agacharme sobre un papel y dejar caer algunos residuos interiores y malolientes, que eran llevados al policlínico, para que el laboratorista del pueblo los pusiera bajo el microscopio, en busca de algún parásito intestinal indeseado.

Agotados todos los recursos de la ciencia médica y las técnicas de sanación de nuestros ancestros Tainos y Siboneyes, no quedaba otra opción que sospechar que se trataba de algo más: ….”este muchacho tiene una apendicitis aguda,…”. ¿Si hubieran sabido? ¿Si hubieran imaginado el mal que me aquejaba?

A veces sonrío al pensar que unos pocos años más tarde, mi primo que llegó a ser y es un excelente pediatra, me hubiera diagnosticado entre risas: “… no, no, perdón, este muchacho lo que tiene es una “pendejitis aguda”….”. Extraña enfermedad sin relación alguna con el estómago y si muy vinculada a la respuesta testicular ante las amenazas externas que nos tropezamos durante la vida.

Pasado un tiempo mi triquiñuela dejó de surtir efecto y mi mamá encontró una nueva respuesta a mi queja de: “…mamá, me duele la barriga…”. Solo cuatro palabras: “…duele tú a ella…”, cortaban toda posibilidad de escapar del suplicio de la escuela.

La lapidaria frase, en la novela de Dante Alighieri, a la entrada del infierno: “Perded toda esperanza” parecía escrita a mi medida y lo peor, no encontraba el valor y las palabras para contar lo terrible de mi situación, a mis queridos familiares.


viernes, 22 de enero de 2016

“Mi maestra”. (fragmentos del capítulo III del libro "Gordo de Trapo")

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Una frase muy manoseada, repetida, pero tristemente poco apreciada, nos dice: “Instruir puede cualquiera, educar, solo quien sea un evangelio vivo”. Cuanta fue la sabiduría del maestro de la Luz y Caballero al pronunciar estas palabras. Esta breve oración, este puñado de palabras genialmente organizadas delimitan muy claramente la frontera entre, por un lado, un maestro que disfruta su trabajo pues lo hace por vocación y amor, que trata de insuflar a sus alumnos valores positivos que se desgranan de su propia actividad dentro y fuera del aula, que esculpe, como en piedra, cada día el carácter de sus alumnos, con paciencia, con sudor, con tesón, con esperanza, sin cansancio y por otra parte, un “mercader”, un “mercenario” de la enseñanza, alguien que solo está ahí con el fin de “agarrar” cómodamente algún dinero… poco, pero más de lo que merece; un ser incapaz de crear la más tosca escultura de barro pues sus manos no llevan la inspiración que fluye desde el amor a la profesión, desde el respeto al conocimiento y a los valores. 

Triste y afortunadamente tuve la oportunidad de conocer las dos caras de esta moneda en mi más temprana edad y ambas experiencias, como el yin y el yang, participaron y tomaron partido en mi eterna lucha contra el torpe fantoche de trapo, usurpador de mi personalidad y nacido durante el evento, infeliz, del tiovivo

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Al comenzar la escuela, cosas del destino,  mi maestra de preescolar resultó ser la hija de la famosa mulata, examante y enemiga acérrima del “Don Juan”. Como entre Montescos y Capuletos nació entre mi maestra y yo, tras la primera mirada, una animadversión absoluta. Ella, la antítesis de la pedagogía y el amor, solo sabía gritar, pelear como loca, descargar su rabia y frustraciones, escupir su bilis, chismorrear por los pasillos y mandarnos a mantener la cabeza pegada al pupitre durante todo el santo día. Los juguetes que adornaban el aula de preescolar bostezaban aburridos en sus estantes y un viejo piano gemía al sentir que sus cuerdas de acero se oxidaban dentro de su carapacho, debido a la inactividad.

Ante tanta presión mi endeble carácter no pudo más y una mañana todos mis contenidos estomacales se lanzaron desesperados, incontenibles, a través de mi boca y cayeron sobre el pupitre y sobre mi compañero de asiento, dejando un rastro repugnantemente oloroso a leche ácida.

Mi maestra estalló en cólera, su tez mulata se tornó marrón y sus ojos inyectados de sangre, brillaron cargados de odio y asco. Ella, mi quizás cuasi tía, que por un par de semanas me había mostrado su desprecio, esta vez llegó al clímax de la rabia y con una voz nada orgásmica gritó: “…vengan a limpiar ese vómito y llévense a esta aura de enfrente mío, porque creo que lo voy a matar….”. Yo no sabía qué hacer, mis manos estaban pegajosas y todos los niños huían de mi insoportablemente pestilente aroma. Mi primo, que en aquel entonces cursaba el sexto grado, fue mandado a buscar de urgencia para que me acompañara de regreso a casa.

No imaginaba “primote”, aquella mañana, que esa historia se iba a repetir cada día por el resto del curso. No imaginaba yo todos los gritos que me esperaban y toda la marginación que sufriría.

Al regresar a la escuela al otro día y tras marcharse mi mamá, una silla de "paletas" esperaba por mí. Mi maestra había decidido que mis residuos gástricos no infectarían más su aula, o al menos, al brotar incontenibles tras la erupción de mi estómago caerían lejos de ella y de sus alumnos favoritos. Fui sentado al fondo del aula, aislado, desterrado, condenado a la soledad cual pequeño Robinson moderno.

Ante señales tan hostiles, mi estómago se rebeló aun más y cada mañana se repetía mi eyaculación gástrica y el incesante ir y venir de mi abnegado primo con la maloliente carga a su lado. Cada día aquella mulata de nariz fina, que ahora siento tenía algún parecido con mi difunto abuelo, dejo caer sobre mí su bilis cargada de improperios. Un eternamente largo e inolvidable año, que me dejó como secuela el vomitar ante la más mínima presión y una inseguridad que cedió el control de mi carácter, que abrió las puertas de par en par a mi inseparable compañero, al obtuso gordo de trapo que una mañana no muy lejana sería arrastrado, sobre la arena húmeda, por el viejo tiovivo del parquecito.  

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martes, 19 de enero de 2016

“Gordo de trapo” (fragmento del Capítulo I)

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La mañana del terrible suceso, habíamos salido temprano. Siempre salíamos temprano a caminar, porque en las tardes yo iba a la escuela. Después de bromear con sus amigos, viejos como él, que se sentaban cada mañana en la glorieta, bajos los laureles del parque y de mostrar en broma su enorme cuchillo, al que llamaba “matavacas”, decidió llevarme al parquecito infantil.

Aquella mañana yo me sentía inspirado, dispuesto a afrontar, quizás, la aventura más grande y riesgosa de toda mi vida: empujar al viejo y oxidado tiovivo y saltar sobre el cuándo girara a suficiente velocidad (casi supersónica para mí).

Al percibir mi intención todos los muchachos, que ya conocían de mi falta de destreza, se agolparon a mí alrededor para presenciar la inusual “hazaña”…. Sentía cada mirada sobre mi nuca y mi única preocupación era que si algo salía mal, le fallaría a mi abuelo y sería el hazmerreir de la escuela.

Me acerqué despacio, contemplado con mirada de reto a mi rival, escudriñando su esqueleto metálico para tratar de detectar sus puntos más débiles; lo agarré con mis manos regordetas y sentí las frías cabillas corrugadas que formaban el cuerpo de mi oponente. Afinqué mis pies en la arena y comencé a empujar. Giro, giro, giro, corre, corre, corre,.. El gruñón armatroste empezó a ganar velocidad, yo me sentía agitado por el esfuerzo, y el corazón me palpitaba más fuerte tras cada vuelta…. Todo lo tenía calculado en mi mente: …“cuando la velocidad fuera suficiente saltaría, con todas mis fuerzas, sobre el enemigo y este caería derrotado a mis pies, yo giraría victorioso sobre él y mi triunfo sería proclamado a los cuatro vientos, llegando incluso a los oídos de algunas chicas del aula que ahora me miraban con una mezcla de burla e indiferencia…”. Una vuelta más y era el momento de saltar, ahora, justo ahora y…. un pequeño fallo, un ligero traspiés, un suave resbalón sobre la arena mojada arruinó mis cálculos; el salto no logró ser lo suficientemente fuerte para elevar mi pesado cuerpo sobre las costillas de hierro de mi oponente y fui irremediablemente arrastrado por este…. Todo ocurrió en un segundo, un salto, el traspié y la arena que inundó mi boca, atorándose justo en mi garganta. Acto seguido, aquel grito que se clavó en mis oídos y peor aún, penetró hasta mi corazón dejando una herida insanable: “Gordo ‘e trapoooo”, miren muchachos, miren, se cayó el gordo ‘e trapoooo… y una carcajada masiva, sonora, burlona, infinita, que retumbó en todos los rincones de mi pueblo y por ende de mi universo,… Ese fue el castigo y el premio que la multitud de chicos me entregó por mi osadía.


No sabía qué hacer, no me atrevía a mirar a mi abuelo pensando en la desilusión que debía estar sintiendo, no podía y no quería mirar a los muchachos que me rodeaban y que no dejaban de reírse y gritarme: “...levántate gordo ‘e trapo, mira que te vas a comer toda la arena del parque…”. Hubiera querido que aquella misma arena que había escupido segundos antes, se abriera y me tragara para siempre. Sentía que la única salida era esa, ser engullido por la arena, desaparecer, disolverme, escapar de las burlas crueles pero bien merecidas que estaba recibiendo. 

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Disponible en: http://www.barnesandnoble.com/w/gordo-de-trapo-felix-ramos/1122074025?ean=9781507573716