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Juan Carlos había sido uno de mis compañeros
de aula durante el preuniversitario. Era un muchacho delgado, trigueño, tímido
y genial en matemáticas y jugando al ajedrez.
Como yo, “Juanca” no había tenido mucha suerte
con las mujeres y casi al graduarnos de preuniversitario, se hizo novio de Isabel.
Nunca supimos quien tomó la iniciativa, pero todos suponíamos que había sido
ella.
Isabel estaba en nuestro mismo grupo y tenía
fama de “rápida y mortal”, pues solía siempre tener más de un novio a la vez, aunque
en apariencia parecía una santa (en Cuba decimos mosquita muerta a este tipo de
comportamiento).
No tuvimos nunca evidencia de que ella le
fuera infiel en esa época y al siguiente año nos fuimos a la universidad;
casualmente terminamos, nuevamente, en la misma aula de clases estudiando
ingeniería mecánica.
Juan Carlos y yo nos hicimos amigos aún más
afines, pues practicábamos voleibol juntos y estudiábamos siempre en el mismo grupo.
El era un excelente estudiante y pasó el primer año con excelentes notas.
Isabel y él seguían siendo novios.
El siguiente año vino cargado de negros
nubarrones. Aunque en apariencia todo estaba bien, empezamos a oír comentarios
de que Isabel se veía con otros muchachos a espaldas de él. Nadie quería asumir
la responsabilidad de alertarlo, además de que no teníamos evidencias. El
estaba totalmente enamorado de ella, locamente enamorado, ella había sido y era
su única novia.
Una noche sucedió el terrible y casual
acontecimiento que destruyó la vida de Juan Carlos. Habíamos estado estudiando
todo un grupo, con vistas al examen de Física II. El la llevó hasta su
dormitorio y se despidieron cariñosamente, como cada noche, pero por esas
casualidades de la vida, después de veinte minutos, se dio cuenta que
necesitaba recoger una camisa, que Isabel había lavado, para usarla al día
siguiente y regresó de improviso al dormitorio de ella. Como ya tenía mucha
confianza con el resto de las muchachitas que dormían en el cuarto (y como era
práctica común en la universidad, al menos en aquellos tiempos) empujó la
puerta sin siquiera tocar y allí, frente a él, esta Isabel acostada y
acariciándose junto a otro estudiante, un extranjero de origen africano. Estaba
allí, a la vista de todas sus amigas, que por meses habían sido cómplices
silentes de la infidelidad.
Fue demasiado fuerte para mi amigo. Su
autoestima estalló en mil pedazos y con ella se esfumaron sus sueños y deseo de
vivir. A duras penas se presentó al examen de Física II y por vez primera
desaprobó. Tras los exámenes había una semana en la que se daba una segunda
oportunidad a los estudiantes; Juan Carlos nunca regresó a aprovechar esa
segunda oportunidad, tampoco regresó a clases. Tratamos de llamarlo por
teléfono, le enviamos telegramas, pero no respondía. Poco a poco nos resignamos
a que no regresaría.
Pasaron los años y encontré a un amigo común,
le pregunté por él y me respondió que se había intentado suicidar varias veces,
que pasaba meses encerrado dentro de su casa sin salir siquiera al patio,
deprimido, llorando de impotencia y humillación.
Fue doloroso escuchar aquellas palabras, más
aún cuando la voz de mi conciencia me gritaba al oído que yo no había hecho
todo lo necesario para ayudarlo. Por años he pensado que debí ir a su casa, que
debí hablarle, convencerle de que no era el fin del mundo, que ella no valía lo
suficiente para ofrendarle toda su vida y sus sueños. Pero nunca tomé el
ómnibus, no me molesté en hacerlo, le fallé a mi amigo y no fui el único, éramos
un grupo y nos olvidamos de él, que estaba en desgracia.
Mi conciencia carga ese peso y siempre sentiré
el dolor de su locura como una culpa compartida. No sé si el “Juanca” vive aún.
No sé si alguno de sus intentos de dejar este mundo fue final y tristemente exitoso.
Pero de cualquier modo, quiero pedirle perdón, esté donde esté….
Mi petición de perdón no le devuelve la
cordura o la vida, pero su perdón si podría devolverme una paz que necesito;
más ahora cuando he sentido la mano de la depresión ceñirse en mi garganta.
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