Parece que el haber sido objeto de diversas
burlas durante una parte de mi vida, de algún modo, me ha hecho cuasi inmune a
estas. Hace muchos años enterré el miedo al ridículo y hoy no me afecta exponer
mi historia a la vista de todos; es más, lo siento como una necesidad
académica. El maestro que vive en mí, me pide que comparta mis experiencias, de
modo que contribuyan a evitarles sinsabores a otros adolescentes. Me siento
como el ingeniero que escribe el manual de instrucciones de una maquina y
enfatiza: “…si quieres que funcione, no has de repetir mis mismos errores”.
Ante mi absoluta inexperiencia amorosa durante
la adolescencia, decidí que con mi llegada al preuniversitario haría cambiar la
suerte. Solo unos pocos de mis antiguos compañeros habían logrado ingresar a mi
misma escuela, lo que me ofrecía una ventaja, pues disminuía el chance de que
mi desastrosa historia se propagara y las chicas supieran de mi total
virginidad. Iluso de mí; cuando la inseguridad y el miedo se han convertido en
un patrón de comportamiento, eso no se borra de un plumazo.
Durante estos años previos a la universidad mi
aspecto fue cambiando poco a poco. Ya no era gordo y medía casi seis pies de
altura y unas 190 libras. Había comenzado a hacer ejercicios junto a los chicos
de mi grupo y mis brazos se habían fortalecido. Aprendí a jugar al voleibol y
el “negro Franklin”, mi “yunta”, mi mejor amigo, me había mostrado los secretos
del baloncesto. En esta época también aprendí a golpear con fuerza y aunque
rehuía las broncas, alguna que otra vez peleé con éxito.
Académicamente lograba destacarme. Muchos, incluidas
muchachitas, venían a mi aula en las horas de estudio para que les ayudara con
algún problema de física mecánica o matemáticas.
¿Qué era entonces los que me faltaba para
conseguir una novia?
Lo primero que debía lograr era que mi voz no
se entrecortara cuando trataba de hablarle a una chica; que mi apariencia
resultara atractiva, más allá de los cambios en mi físico; que se deslumbraran
con mi intelecto y sensibilidad (a esta edad se empiezan a valorar un poco más
estos detalles).
Nació entonces en mí una súbita inclinación
poética y comencé a crear versos melosos, a la usanza de J. A. Buesa, pero con
la destreza poética de un herrero de caballos. Creo que aquellas primeras
incursiones poéticas más que ayudar, espantaron a las pocas chicas a las que
logré acercarme.
Sin importarme “las calabazas” recibidas,
no cejaba en mi empeño e hice blanco de
mis ataques amorosos a las muchachas que me parecieron más vulnerables, algunas
que lucían muy tímidas o que aparentaban tener una “onda” intelectual,… pero,…
algo me sucedía, pues entablaba una relación de amistad, empezaba a cortejar a
la chica lanzándole piropos que había escuchado a mi primo o a algún amigo, las
enamoraba, escuchaban mis ofrecimientos de amor infinito y ardiente y a la hora
de culminar con un beso de telenovela brasileña,… me faltaba la decisión y la
oportunidad se me escabullía como la fina arena de la playa. Creo que algunas,
quizás, se quedaron esperando el beso que no me atreví a darles….
Maldecía entonces, en mi interior, al cobarde
“gordo de trapo” que en el momento cumbre había anulado mi voluntad y enfriado
mis labios, cada día más sedientos de un beso femenino.
Sufría calladamente cada fracaso y veía pasar
un día más sin lograr la ansiada meta: besar unos labios de mujer, morderlos,
sentirlos suaves, carnosos, calientes, húmedos, tal y como los había imaginado
un millón de veces.
Las chicas de mi grupo, al contrario eran muy
exitosas. Siempre nos llenaban el aula de “pretendientes” de toda la escuela;
sobre algunas se corría la voz de que eran “fáciles”. ¿Por qué no ir, entonces,
sobre una de ellas para cumplir el sueño irrealizado?
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