martes, 8 de marzo de 2016

“Dispara a matar, o el primer beso” ...... fragmentos de mi libro "Gordo de Trapo"

Parece que el haber sido objeto de diversas burlas durante una parte de mi vida, de algún modo, me ha hecho cuasi inmune a estas. Hace muchos años enterré el miedo al ridículo y hoy no me afecta exponer mi historia a la vista de todos; es más, lo siento como una necesidad académica. El maestro que vive en mí, me pide que comparta mis experiencias, de modo que contribuyan a evitarles sinsabores a otros adolescentes. Me siento como el ingeniero que escribe el manual de instrucciones de una maquina y enfatiza: “…si quieres que funcione, no has de repetir mis mismos errores”.

Ante mi absoluta inexperiencia amorosa durante la adolescencia, decidí que con mi llegada al preuniversitario haría cambiar la suerte. Solo unos pocos de mis antiguos compañeros habían logrado ingresar a mi misma escuela, lo que me ofrecía una ventaja, pues disminuía el chance de que mi desastrosa historia se propagara y las chicas supieran de mi total virginidad. Iluso de mí; cuando la inseguridad y el miedo se han convertido en un patrón de comportamiento, eso no se borra de un plumazo.

Durante estos años previos a la universidad mi aspecto fue cambiando poco a poco. Ya no era gordo y medía casi seis pies de altura y unas 190 libras. Había comenzado a hacer ejercicios junto a los chicos de mi grupo y mis brazos se habían fortalecido. Aprendí a jugar al voleibol y el “negro Franklin”, mi “yunta”, mi mejor amigo, me había mostrado los secretos del baloncesto. En esta época también aprendí a golpear con fuerza y aunque rehuía las broncas, alguna que otra vez peleé con éxito.

Académicamente lograba destacarme. Muchos, incluidas muchachitas, venían a mi aula en las horas de estudio para que les ayudara con algún problema de física mecánica o matemáticas.

¿Qué era entonces los que me faltaba para conseguir una novia?

Lo primero que debía lograr era que mi voz no se entrecortara cuando trataba de hablarle a una chica; que mi apariencia resultara atractiva, más allá de los cambios en mi físico; que se deslumbraran con mi intelecto y sensibilidad (a esta edad se empiezan a valorar un poco más estos detalles).

Nació entonces en mí una súbita inclinación poética y comencé a crear versos melosos, a la usanza de J. A. Buesa, pero con la destreza poética de un herrero de caballos. Creo que aquellas primeras incursiones poéticas más que ayudar, espantaron a las pocas chicas a las que logré acercarme. 

Sin importarme “las calabazas” recibidas, no  cejaba en mi empeño e hice blanco de mis ataques amorosos a las muchachas que me parecieron más vulnerables, algunas que lucían muy tímidas o que aparentaban tener una “onda” intelectual,… pero,… algo me sucedía, pues entablaba una relación de amistad, empezaba a cortejar a la chica lanzándole piropos que había escuchado a mi primo o a algún amigo, las enamoraba, escuchaban mis ofrecimientos de amor infinito y ardiente y a la hora de culminar con un beso de telenovela brasileña,… me faltaba la decisión y la oportunidad se me escabullía como la fina arena de la playa. Creo que algunas, quizás, se quedaron esperando el beso que no me atreví a darles….

Maldecía entonces, en mi interior, al cobarde “gordo de trapo” que en el momento cumbre había anulado mi voluntad y enfriado mis labios, cada día más sedientos de un beso femenino.

Sufría calladamente cada fracaso y veía pasar un día más sin lograr la ansiada meta: besar unos labios de mujer, morderlos, sentirlos suaves, carnosos, calientes, húmedos, tal y como los había imaginado un millón de veces.


Las chicas de mi grupo, al contrario eran muy exitosas. Siempre nos llenaban el aula de “pretendientes” de toda la escuela; sobre algunas se corría la voz de que eran “fáciles”. ¿Por qué no ir, entonces, sobre una de ellas para cumplir el sueño irrealizado?

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